miércoles, 14 de mayo de 2014

CHET BAKER






El lado oscuro del cool


Se cumplen 26 años de la muerte de Chet Baker (Yale, 23 de diciembre de 1929 - Ámsterdam, 13 de mayo de 1988). El trompetista no superó los 59 debido a su empeño autodestructivo. Su trayectoria siempre estuvo dividida entre una brillante carrera musical y una sórdida vida personal. Chet Baker encarna el prototipo del músico «dulce y canalla».





Fue el 13 de mayo de 1988. Era viernes.  El cuerpo sin vida del trompetista norteamericano Chet Baker aparecía tirado en una calle de Ámsterdam, justo debajo de la ventana del hotel Prins Hendrik de esta ciudad holandesa, donde se alojaba. Murió solo. Se tiró (o fue arrojado, este dato nunca fue aclarado). La muerte pudo al fin cobrar su deuda, después de que el trompetista flirteara con ella desde hacía décadas.
Chet Baker encaja a la perfección en el músico capaz de tocar  y cantar como los ángeles, pero al mismo tiempo llevar una vida de perro callejero. Chet Baker era dulce y canalla. La muerte puso el punto final a un camino de autodestrucción iniciado años atrás, en los 50, por este genial y atormentado trompetista y cantante de jazz.
Aunque tenía 59 años, los surcos de su rostro distorsionaban su verdadera edad. Las drogas y el alcohol, fundamentalmente, se encargaron de ir consumiendo año tras año su atractivo físico; teñido de romanticismo y fragilidad. Pero lo que siempre supo mantener, dentro de las circunstancias, fue su estilo personal, su música, su discurso. 
Poco antes de su muerte, cuando ya casi nadie se acordaba de él, decidió volver a los escenarios para disfrutar de un efímero éxito. Pero cuando las luces se apagaban y el público abandonaba la sala, su único sosiego era un buen trago o una buena dosis speedball, que como él mismo llegó a confesar era su droga preferida, una especie de combinado de heroína y cocaína.
En los inicios de su carrera, Chet Baker proyectaba la imagen de hombre atractivo, misterioso, melancólico, romántico, sensible, vulnerable, frágil. La cámara y el público lo querían. Él lo sabía. Como una especie de James Dean de la escena jazzística, y como suele suceder en estos casos, su muerte no hizo más que agrandar su figura y su obra. A pesar de su decadencia final, pasó a ocupar de inmediato un lugar en la galería de personajes de leyenda.
Curiosamente fue otro auténtico mito del jazz consumido en un infierno similar quien le dio la primera oportunidad como músico, nada menos que Charlie Parker lo reclamó para una gira por California en 1952.
Pero no sería hasta el año siguiente, ya en el célebre cuarteto del saxofonista Gerry Mulligan, cuando Chet Baker comenzaría a desarrollar su talento en un estilo que comenzaba a dar sus primeras notas, y que se convertiría en seña de identidad a lo largo de su carrera: el cool. Una nueva forma de expresión en jazz que se abría camino en la Costa Oeste norteamericana, pero que se plasmaría en la Costa Este, en Nueva York concretamente.
Allí, con Miles Davis al mando, Gil Evans y el propio Mulligan, entre otros, registraron el experimento;  Birth of the Cool, firmado por Miles. El cool venía a contrarrestar los excesos de dicción del bebop e imponía una estética musical basada en el desarrollo de la melodía. La contención en la economía de notas. En la precisión de un discurso sin estridencias. Y, por supuesto, en el mensaje.

LEYENDA



Chet Baker siempre estuvo rodeado de un halo de misterio que le hacía brillar en este terreno. No era un intérprete virtuoso, tampoco era necesario, poseía instinto para la improvisación con fraseo tranquilo y seguro. Un sentido melódico a la altura de los mejores de su generación, a pesar de los reproches que le dedicó Miles Davis en su autobiografía: «... Lo que más me molestaba era que todos los críticos se habían puesto a hablar de Chet Baker como si fuera Jesucristo. Y él sonaba simplemente como yo; peor que yo...».
Tras su paso por el cuarteto de Mulligan, Chet Baker emprendió una prolífica carrera en solitario. Grabó más de 130 discos, aunque su discografía está salpicada de luces y sombras. Brillaba en el escenario, donde a sus exquisitos solos de trompeta decidió incorporar su voz, melancólica, una especie de susurro conmovedor en el que volcaba su desencanto y que inevitablemente contagiaba a todo aquel que lo escuchaba. Célebres son sus interpretaciones de temas como My funny Valentine o Time after time, por citar algunos.
Pero Chet Baker tenía su lado oscuro. Su turbulenta vida personal le creó problemas de los que no pudo sobreponerse, principalmente con las drogas. Repartió su actividad musical entre Estados Unidos y Europa, pero nunca logró librarse de sus propios fantasmas y de la espiral de su adicción. En San Francisco sufrió una brutal paliza en la que perdió los dientes. Después de un tiempo se sobrepuso, aunque tuvo que reaprender a tocar la trompeta. Se fue de Estados Unidos y llegó a Europa buscando refugio, inspiración y respeto, pero finalmente encontró una muerte absurda y demasiado prematura.
Chet Baker se refugió en Ámsterdam a finales de los 80 buscando una nueva oportunidad. Quizá ya fuese demasiado tarde. Quizá fuese cuestión de tiempo que encontrase una maldita habitación con ventana de acceso al vacío. El fotógrafo Bruce Weber, que lo siguió durante sus últimos días, realizó una excelente traducción al lenguaje visual de su compleja personalidad; dandi pero decadente, de Baker en el excelente documental Lets get lost (1988). Chet Baker murió pocas semanas antes de que se estrenase este trabajo, que fue nominado al Oscar en 1988. El documento es absolutamente recomendable para entender más de la vida y obra de este músico con un lugar muy destacado en la historia del jazz.





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